lunes, 24 de enero de 2011

Poco se sabe




Yo no sabía que
no tenerte podía ser dulce como
nombrarte para que vengas aunque
no vengas y no haya sino
tu ausencia tan
dura como el golpe que
me di en la cara pensando en vos

Juan Gelman

lunes, 26 de abril de 2010



"Durante decenas de miles de años vivimos del trueque, del intercambio de servicios por necesidades […]. Pero el colectivo creció más rápido que nuestra capacidad (y el deseo de reconocer sus diversidades). La ciudad, que se hizo capital de estados cada vez mayores, reunió deprisa a demasiada gente con creencias desiguales y proyectos distintos. Sometido a un cierto orden, práctico e injusto, lo diverso se oculto para resistir. Hoy la ciudad separa y agrupa, clasifica y nombra, esconde e intenta no ver y olvidar".

Fernando Martín Juez

domingo, 23 de agosto de 2009

Lo mejor del mundo son los niños

IMAGEN, IMAGINARIO E IMAGINACIÓN

“La historia de la humanidad es la historia de la imaginación humana y de sus obras“

C. Castoriadis


El objeto de este ensayo es fundamentar teóricamente el valor de la imaginación para afrontar la realidad, para crearla, dominarla, soportarla o modificarla.

La utilización del término imaginación en múltiples contextos y desde distintas ciencias humanas hace casi imposible ubicar una definición precisa, o unívoca, de su significación. Para este trabajo, se tratará de recurrir a autores con una noción compartida, o al menos similar, en lo que se refiere al uso de este término y los conceptos que lo acompañan.

En el debate histórico acerca de la función de la imaginación, y de su importancia para accceder al conocimiento, el pensamiento crítico contemporáneo le otorga un papel importante, afirmando su libertad creadora como medio inherente de la conciencia humana. Para William Blake, un autor influyente como pocos, y a partir del cual puede afirmarse que Occidente adquirió una sensibilidad distinta en sus consideraciones sobre la interioridad, la imaginación no sólo es la principal facultad del hombre sino que el hombre entero es pura imaginación; no es un estado de la conciencia, sino la existencia misma. Después de Blake, o al menos después del momento histórico del cual formó parte, los duros esquemas del racionalismo occidental se matizaron, para llegar a planteamientos en los que se incorporaron muchas de las dimensiones de lo humano que habían sido dejadas de lado, y de lo cual es un ejemplo inmejorable la obra de Nietzsche (de quien puede afirmarse que Blake es antecedente).

Esta importancia que se le ha concedido a la imaginación es, entonces, un fenómeno relativamente reciente. Como se comenzaba a apuntar, en la tradición filosófica occidental la imaginación desempeñaba un papel menor, o incluso, frecuentemente, repleto de connotaciones negativas. Platón, sin ir más lejos, concebía a la imaginación como el grado más bajo del proceso de conocimiento, debido a su carácter ilusorio, de mera apariencia de una realidad sensible que a su vez, también es apariencia de una auténtica realidad, de una esencia o de una idea. Aristóteles no compartía esta valoración y en cambio, concedió un carácter más relevante a la imaginación, que él denominaba phantasia. En el pensamiento aristotélico, la imaginación se encuentra estrechamente vinculada al conocimiento, como precursora de él, en tanto consideraba que el alma no era capaz de pensar jamás sin recurrir a fantasmas, es decir, a representaciones de la imaginación. Pero ésta no dejó de desempeñar un papel meramente subsidiario en su obra, en donde se le consideraba como poco más que un germen, o bosquejo, de la reflexión y el conocimiento. Aristóteles contemplaba a la imaginación como una función que debía someterse siempre al control de la intelegencia, en tanto sus caminos conducían, las más de las veces, a nuevas ilusiones, o a francos errores. No se reconocía aquí a la imaginación como energía creativa.

En virtud de que no se pretende hacer aquí una historización rigurosa de la cuestión de la imaginación en el pensamiento occidental, se continuará este recorrido de forma un tanto fragmentaria, con breves paradas en algunos puntos representativos, que ayuden a comprender la naturaleza de su presencia en el pensamiento y el curso de los cambios que ésta ha sufrido. En este tenor, sería imposible soslayar el punto de inflexión que representó la obra de Descartes. Con la filosofía cartesiana (y posteriormente con el empirismo de Hume esta tendencia se acentuaría), el problema del conocimiento se desplaza al ámbito de la subjetividad y a la investigación de sus procedimientos, entre los cuales cobra una nueva relevancia el papel de la imaginación. Sin embargo, vinculada al cuerpo y a la sensación, para Descartes la imaginación es fuente de errores y de falsedades. Más tarde, con el empirismo, desaparece gran parte esta desconfianza ante la experiencia sensible y ésta se vuelve el inicio ineludible de todo razonamiento. En gran parte de los empiristas se abre espacio la noción de la imaginación como la facultad que permite establecer relaciones entre nuestras ideas. Sin embargo, en tanto que actúa independientemente de la certeza de la experiencia, no funda el conocimiento verdadero.

De esta forma, puede apreciarse que el ninguneo o el rechazo ante la fuerza de la imaginación había permanecido como herencia casi intocada del pensamiento helénico. Es imposible dejar de notar que las razones esgrimidas por Descartes para desconfiar de la imaginación, esto es, su vinculación con la experiencia sensible, es el polo opuesto de la reflexión que lleva a los empiristas al mismo resultado (su independencia de la misma índole de la experiencia).

Con la filosofía crítica de Kant la imaginación comenzará a tener una función relevante en los procesos del conocimiento, como facultad trascendental que asegura el paso necesario de las intuiciones a los conceptos, y obtendrá una nueva determinación como elemento indispensable de la experiencia estética, en que pueden armonizarse la libertad y la necesidad. Con el romanticismo alemán (Fitche y Shelling) se acentuará esta vinculación de la potencia creadora de la imaginación y la libertad. La imaginación aparecerá como un poder creador definitivamente desvinculado de la sensación y ya de ninguna forma subordinada a ésta.

Esta concepción es el antecedente de lo expresado por muchos de los autores más relevantes del pasado reciente y la contemporaneidad. Entre éstos es necesario mencionar a Sartre, quien, inspirándose en la fenomenología de Husserl, considera a la imaginación como un estadio necesariamente intermedio entre la percepción y el pensamiento. Con esto, formula una crítica definitiva de la desconfianza tradicional respecto a la imaginación. Para Sartre las representaciones son la forma que tiene la conciencia de relacionarse con el objeto.

En la filosofía contemporánea algunos estudiosos del tema hacen una diferencia entre la imaginación reproductora y la imaginación creadora. En esta dicotomía la primera forma de la imaginación es concebida como percepción o memoria y la segunda es aquélla capaz de producir imágenes nuevas, y no sólo como representaciones ilusorias que parten de la experiencia perceptiva. ¿De qué esta hecha la imaginación, entonces? Aquí convendría revisar la postura de un representante mayor de la imaginación creadora, un autor que decidió hacer ficción, no para evadir la realidad sino para profundizar en ella y cuya obra, además de ser uno de los más elevados ejemplos de la capacidad expresiva de la imaginación, reflexionó sobre ésta en varias ocasiones: Jorge Luis Borges. Este escritor responde a la pregunta de la consistencia de la imaginación zanjando la dicotomía de las líneas anteriores: somos memoria y cada recuerdo es también una creación, una obra de imaginación. La inconstancia de las representaciones de nuestra memoria, su fragilidad y su tendencia a deformar suponen un acto de creación constante. Tal vez igual de importante para Borges en este respecto es la facultad de olvidar, en la cual se funda la posibilidad de invención. Ireneo Funes, uno de sus personajes más memorables, es incapaz de olvidar y vive este hecho como una condición enfermiza, como la mayor de las condenas. Inmóvil, convertida su mente en un museo privado de representaciones fieles e incesantes de cada lugar e instante en que ha estado presente, pasa los días enteros contemplando el techo blanco de su habitación, tendido de espaldas en su cama, para evadir la formación de nuevos recuerdos que habrían de atormentarle. Así pasa todos los años que transcurren desde su juventud hasta su muerte.

Para Gaston Bachelard, de una manera muy similar a la de Borges en “Funes, el memorioso”, imaginar y percibir son antitéticos. El vocablo fundamental que corresponde a la imaginación, nos dice, no es “imagen”, sino “imaginario”: imaginar es cambiar las imágenes suministradas por la percepción . No es representar un objeto ausente como presente sino poder deformarlo e incluso crear objetos irreales, algo muy similar a lo que para Cornelius Castoriadis es la imaginaición radical, que se discutirá más adelante. Así, hay que dejar de estar para crear. Alejarnos del objeto para recrearlo, y también, para conocerlo más profundamente a través de las representaciones que nos hacemos de él.

Se propone aquí seguir la noción de la imaginación como el poder que gobierna el espíritu humano , compartida en lo general por Castoriadis y Bachelard, tal vez las dos más grandes figuras que se ocuparon del tema a profundidad durante el siglo pasado. Para ambos, la fuerza que reside en la imaginación es el motor que hace funcionar el entorno social y más aún, representa la única posibilidad de los cambios que se materializan en éste. De igual forma, es la energía que configura en gran medida la subjetividad. Bachelard, en una de sus aportaciones más lúcidas y relevantes, sostenía: “…la manera como nos escapamos de realidad descubre netamente nuestra realidad intima” . Es decir, aquello que aparenta ser un escape, es en realidad una inmersión. Esta noción la llevó, con resultados admirables (y que a la postre resultarían ser tremendamente influyentes), al terreno de la creación artística, que en su concepción nacía siempre del ejercicio de esta facultad de imaginar. Cobraba sentido entonces la imaginación como fuente de conocimiento y como punto de partida de los procesos de construcción de la realidad social, por la intermediación del arte. La imaginación creadora y uno de sus resultados más relevantes, que es la obra de los artistas, ha implicado siempre la posibilidad de autoconocimiento para el mundo humano, una especie de espejo que arroja nueva luz sobre nuestra propia interioridad y la vida común.

Aunque se trataba de una postura muy distinta en el planteamiento de fondo, esta noción ya se hallaba presente en la obra de Freud, desde la fundación del psicoanálisis. De hecho, se trata de una de los rasgos clave de su teoría, que terminaría gestando la que fue tal vez la mayor revolución en la reflexión acerca de nuestra interioridad durante el siglo XX: el descubrimiento de que lo que conocemos como imaginación, echar a andar el flujo de nuestras representaciones de la manera más libre posible, revela en gran parte la naturaleza y matices de nuestra personalidad. También, que aquello que en primera instancia se aparece como evasión (un término asociado frecuentemente a la imaginación), es en realidad una inmersión en nuestra psique profunda: nuestra mente revela mucho de sí en la forma que tiene de “ocultarse”.

El psicoanálisis representó un cambio en la concepción de nosotros mismos, el cual ha sido tan profundo, que sus consecuencias no han terminado de sentirse. Entre otras cosas, a partir del surgimiento de esta teoría, todo aquello que parecía azaroso, incoherente y desprovisto de sentido en nuestra psique, reclamó su voz y reveló no solamente su sentido, sino también, con ello, gran parte del sentido de nuestra vida consciente. En otras palabras, todo aquello que fue ninguneado por el pensamiento racionalista, que frecuentemente irritó a los filósofos como un subproducto molesto de nuestra actividad mental, como algo ante cuya presencia en nuestra vida había que resignarse: los sueños, la divagación, en fin, todo lo relacionado con el ejercicio de la imaginación, se convertía entonces en lo que fundaba el resto de lo que somos.

Si ya desde Freud la imaginación (aunque pocas veces el fundador del psicoanálisis recurría a este término) se volvía un entorno de representaciones que eran un retrato de nuestra vida más íntima, así como un espacio que habitábamos todo el tiempo, en el sentido de que era ahí donde se fundaba nuestra experiencia del mundo, en los trabajos posteriores de Bachelard y Castoriadis esta postura se vuelve más radical. Ahí, la imaginación desempeña un papel total: todo el entorno humano está fundado en la imaginación y ésta es el soporte de nuestra existencia en común. Para Castoriadis, cada tramo que es transitable en nuestro mundo, y cada nueva vía que se inventa para transitar lo que antes nos estaba vedado, es producto de la imaginación, así como es imaginario, en su esencia, el mundo humano en su conjunto.

Esta esencia imaginaria del entorno social se funda en la noción castoridiana de imaginario colectivo: un entramado de representaciones compartidas, gracias al cual existen certezas y consenso acerca de todo lo que escapa a nuestra experiencia física pura del mundo. Es el edificio que hemos levantado los seres sociales, para habitarlo. El imaginario es el mundo de la imaginación, consitutido por objetos creados por la conciencia imaginante, que no sólo tiene la capacidad de representar un objeto ausente como presente, sino que también se vincula a las diferentes manifestaciones de la libertad humana, entendida como creación, invención y descubrimiento. La conciencia imaginante actúa en el proceso de simbolización que permite al ser humano estructurar su personalidad y sus vinculos con el mundo: no es un simple registro de la conciencia, sino que es la propia conciencia .

El estudio del imaginario aporta un conocimiento de nuestra identidad, de la elaboración cultural de nuestra subjetividad y de las formas de organizar socialmente los procesos cognitivos individuales. Para Castoriadis, todo aquello que se encuentra instituido (en la trama de representaciones que es el imaginario social), surgió alguna vez, necesariamente, de la conciencia subjetiva. Es decir, todo cuanto conocemos del mundo humano formó parte, en su origen, de la imaginación creadora de individuos, como formas aún no manifiestas, pertenecientes sólo al entorno privado de la subjetividad de una persona. “Toda sociedad (como todo ser vivo o toda especie viva) instaura, crea su propio mundo en el que evidentemente está ella incluida […] es la institución de las sociedad lo que determina aquello que es real y aquello que no lo es, lo que tiene un sentido y lo que carece de sentido […]. Toda sociedad es una construcción, una constitución, la creación de un mundo, de su propio mundo. Su propia identidad no es otra cosa que ese sistema de interpretación, ese mundo que ella crea.” La capacidad de crear, como el mayor acto de libertad, es algo que Castoriadis nombró como la imaginación radical, aquella capaz de romper con lo establecido para generar la posibilidad de reinventar porciones de nuestro mundo, que adquiere un poder instituyente en la sociedad y que cabe contraponer a lo ya creado, a lo ya instituido, al sentido que los seres humanos encuentran dado en una sociedad dada. Cada cambio de nuestro entorno es, entonces, el resultado del ejercicio de esta facultad.

El imaginario es el conjunto de imágenes (en su sentido de representaciones) que constituyen el proceso de simbolización. Para Castoriadis, estas representaciones están extraídas, o mejor dicho, son porciones emergentes, de un tejido “magmático”, hecho de los significados que subyacen a todo cuanto nos es conocido. Este entorno, en primera instancia confuso, donde se funden todas las formas, es la materia primigenia de nuestras representaciones. Las imágenes que construimos no sólo responden a patrones culturales específicos, sino que nuestra mirada también es educada, teniendo en cuenta prácticas muy concretas que parten de la manera subjetiva con la que interpretamos nuestro conexto. Las imágenes han sido una de las formas más incisivas en la configuración del imaginario social de cada cultura: “La imagen como símbolo que representa, redefine y encarna identidades colectivas”. El imaginario interviene en el conjunto de actividades de la conciencia configurando su autonomía en los procesos de constitución del sujeto y de la cultura, por ello su estudio tiene una particular relevancia en la comprensión de cualquier actividad humana y en la interpretación de sus productos. Ya los primeros antropólogos trataron las representaciones como producto humano, como hecho social o artefacto cultural que había que estudiar teniendo en cuenta la perspectiva de los mismos autores.

Tanto para Bachelard como para Castoriadis, las representaciones revelan el significado que tienen para nosostros los objetos que nos rodean. Pero también entrañan la posibilidad de recrearlos. La forma en que se tejen las distintas tramas del imaginario colectivo es la que adopta el mundo, de hecho, para nosotros. Todo cambio en esta trama es un cambio, de hecho, en el mundo, o al menos del mundo que conocemos y habitamos, que es el único que tenemos. Este paso, de la imaginación radical hacia el imaginario instituyente, para desembocar en el imaginario instituido, es el que se ha recorrido en cada punto de la historia humana.

Para Castoriadis, el mayor acto de libertad individual residía en el ejercicio de la imaginación radical. Su capacidad de situar en la imaginación la fuente de todos los cambios y de recolocarla en el ámbito del pensamiento, en un lugar central, fue reconocida a través de la utilización de su célebre frase (“la imaginación al poder”) como lema del movimiento estudiantil parisino de mayo de 1968. Para Castoriadis la crisis actual de la humanidad “es la crisis de la política en el gran sentido del término, crisis a la vez de la creatividad y de la imaginación politica..”

Las aportaciones de Castoriadis no debe despreciarse en lo más mínimo: en cierto modo, se trató de recuperar el sentido mágico de la existencia, que había estado desvinculado del pensamiento occidental, arrojando una poderosa luz sobre él y contemplando el resultado con un decicido rigor. A partir del reconocimiento de la naturaleza imaginaria de nuestro mundo (todo aquello en lo que fundamos nuestra vida en común no es, al fin y al cabo, otra cosa que imaginaciones), se asume el papel de la imaginación creadora como el agente necesario que construye en forma permanente nuestro entorno. Se reconoce entonces, en toda plenitud, el poder de la imaginación.

Este ensayo propone reivindicar el papel jugado por la verdadera subversión, aquella que implica la reinvención constante de la realidad, y que no es posible concebir sin el riesgo existente en la desvinculación respecto de las convenciones, sin ese acto de arrojarse al territorio donde suponemos que no hay otra cosa que el espacio vacío (aquel “magma”), pero que en realidad se encuentra repleto de significado y está ahí, llamándonos desde lo más profundo, y reclamando la posibilidad de irrumpir en nuestro mundo para transformarlo.



FUENTES BIBLIOGRÁFICAS
Ardèvol Elisenda (coord.) et. Al, Representación y cultura audiovisual en la sociedad contemporánea. Barcelona, Editorial UOC, 2004.
Bachelard, Gastón. El aire y los sueños, México, Fondo de Cultura Económica, 1951.
Castoriadis, Cornelius, La institución imaginaria de la sociedad, España, Tuquest, 1975.
Castoriadis, Cornelius, Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto, Barcelona, Gedisa, 1998.
Costa, Joan, Diseño Comunicación y Cultura, España, Fundesco, 1994.
Guibal Francis, y Ibáñez Alfonso, Conerlius Castoriadis: lo imaginario y la creación de l autonomía, México, Universidad de Guadalajara, 2006.
Moles, Abraham, La imagen. Comunicación funcional, México, Espasa, 2002.
Sessarego, Myrta, Borges y el laberinto, México, Conaculta, Tercer Milenio, 1998.